UN DESEO GENUINO DE AGRADAR A DIOS

David Wilkerson (1931-2011)

“Nada hago por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo. Porque el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Juan 8:28-29).

Todo lo que hizo Jesús, fue para complacer a su Padre celestial. Es importante entender el motivo del cual brota nuestra obediencia, porque si nuestro corazón no es puro, todo estará contaminado.

Considera al padre de un hijo adolescente que tiene que corregir a su hijo. El escenario puede ponerse tenso cuando el padre confronta a su hijo acerca de malos compañeros, mal comportamiento, elecciones descuidadas. Y luego el padre emite un ultimátum: o cambias tu comportamiento o buscas otro lugar para vivir. El hijo responde de dos maneras: se somete a la corrección con un espíritu contrito y cambia su comportamiento voluntariamente o cambia de mala gana su comportamiento para evitar el castigo.

La obediencia de un niño malhumorado no es satisfactoria porque su obediencia proviene del temor a la ira de su padre. No hay placer ni amor en el acto; por el contrario, él está enojado y frustrado porque percibe que su padre está invadiendo su libertad y tratando de obstaculizar su estilo de vida.

La triste verdad es que muchos cristianos en estos últimos días obedecen a Dios sólo porque tienen miedo de ir al infierno si no lo hacen. Temen la ira del Padre y su obediencia a él es solamente “legal”. No tienen un deseo genuino de complacerlo.

El deseo de Jesús de agradar a su Padre surgió de su relación con él. Él se encerró en oración y su única gran oración fue: “Padre, ¿qué quieres? ¿Qué te traerá placer? ¿Qué puedo hacer para cumplir el deseo de tu corazón?

¡Esa es la actitud de la persona que tiene el Espíritu de Cristo!