El Implacable Amor de Dios

David Wilkerson (1931-2011)

Quiero hablar contigo sobre la palabra “implacable”. Significa sin disminución en intensidad o esfuerzo, sin concesiones. Ser implacable es ceñirse a un rumbo determinado y no dejarse persuadir por argumentos.

El amor de nuestro Señor es absolutamente implacable. Nada puede obstaculizar o disminuir su búsqueda amorosa tanto de los pecadores como de los santos. El salmista lo expresó así: “Detrás y delante me rodeaste, y sobre mí pusiste tu mano… ¿A dónde me iré de tu Espíritu?

¿Y a dónde huiré de tu presencia? Si subiere a los cielos, allí estás tú; y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás” (Salmos 139:5,7–8).

David está hablando de los grandes altibajos que enfrentamos en la vida. Él está diciendo: “Hay momentos en los que soy tan bendecido; me siento lleno de gozo. En otras ocasiones, siento que estoy viviendo en el infierno, condenado e indigno. Pero no importa dónde esté, Señor, no importa cuán bendecido me sienta o cuán baja sea mi condición, tú estás ahí. No puedo escapar de tu amor implacable. Nunca aceptas mis argumentos sobre lo indigno que soy. ¡Tu amor por mí es implacable!”

También debemos considerar el testimonio del apóstol Pablo. Al leer sobre su vida, vemos a un hombre empeñado en destruir la iglesia de Dios. Pablo estaba como un demente en su odio por los cristianos. Buscó la autorización del sumo sacerdote para perseguir a los creyentes para poder entrar en sus casas y llevarlos a prisión.

Después de su conversión, Pablo testificó que incluso durante esos años llenos de odio, mientras estaba lleno de prejuicios, matando ciegamente a los discípulos de Cristo, Dios lo amaba. El apóstol escribió: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).

A través de los años, Pablo se convenció cada vez más de que Dios lo amaría fervientemente hasta el final, a través de todos sus altibajos. Dijo: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38-39).

Una vez que somos de Dios, nada puede separar a sus hijos de su amor. No importa a dónde vayamos, Dios conoce nuestro escondite. Nada puede impedir que Dios nos ame.