La Provisión de Dios y el Amor Incondicional

David Wilkerson (1931-2011)

La parábola del hijo pródigo se trata de dos hijos: uno que llega al final de sus propios recursos y otro que no reclama los recursos de su padre. La parábola también trata sobre el amor incondicional del padre y las provisiones en su hogar.

El hijo menor fue a su padre y le dijo: “Dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes” (Lucas 15:12). La porción que recibió y luego desperdició representa sus propios intereses: sus talentos, sus habilidades, todo lo que usó para manejar su vida. Él dijo: “Tengo inteligencia, buen ingenio, buenos antecedentes. Puedo hacerlo por mi cuenta”.

La actitud del hijo menor describe a muchos cristianos hoy. ¡Qué pronto llegamos al final de nuestros propios recursos cuando las cosas van mal! Podemos encontrar la manera de salir de algunos problemas, pero llega el momento en que el hambre golpea el alma.

Llegas al final de ti mismo, sin saber qué camino tomar. Tus amigos no pueden ayudarte. Te quedas vacío, herido, sin nada interior a lo que recurrir. Tu lucha se ha ido y todo lo que queda es miedo, depresión, vacío, desesperanza.

¿Sigues merodeando por la pocilga del diablo, revolcándote en el vacío, muriéndote de hambre? Eso es lo que le pasó al hijo pródigo. Había agotado todos sus propios recursos y se dio cuenta de adónde lo había llevado toda su confianza en sí mismo. Lo que finalmente lo llevó al final fue recordar las abundantes provisiones en la casa de su padre. Él dijo: “¡Aquí me muero de hambre, pero en la casa de mi padre hay pan de sobra!”. Decidió entonces y allí regresar a casa y apropiarse de las abundantes provisiones de su padre.

Nada en esta parábola indica que el pródigo regresó por amor a su padre. Cierto, estaba arrepentido; de hecho, cayó de rodillas, llorando: “¡Padre, lo siento! He pecado contra ti y contra Dios. No soy digno de entrar en tu casa”, pero nunca dijo: “¡Padre, volví porque te amo!”.

Lo que se revela aquí es que el amor de Dios por nosotros no tiene ataduras; no depende de que lo amemos. Él nos amó incluso cuando estábamos lejos de él en nuestros corazones. Eso es amor incondicional.

“Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1).