La Lluvia Tardía

David Wilkerson (1931-2011)

Las temporadas de siembra y cosecha en el antiguo Israel eran diferentes de lo que podríamos esperar en Occidente. Las primeras lluvias que ablandaban el suelo duraban de octubre a diciembre, justo antes de la temporada de siembra. Las últimas lluvias maduraban la cosecha entre marzo y abril, justo antes de la cosecha. El profeta Zacarías usó las lluvias como metáfora de las intenciones de Dios para Israel.

“Y en aquel día… derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito” (Zacarías 12:9-10).

Aquí vemos a Zacarías prediciendo un derramamiento del Espíritu Santo en los últimos días. Un diluvio similar se describe en Joel 2, que creo que es Pentecostés. “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días” (Joel 2:28-29).

¡Esto es exactamente lo que sucedió el día de Pentecostés! El Espíritu Santo se derramó como una inundación en el Aposento Alto en Jerusalén y ha continuado haciéndolo a lo largo de los siglos. El pueblo de Dios ha sido refrescado diariamente por ella durante casi 2000 años. Isaías se refiere a ella como una “viña del vino rojo. Yo Jehová la guardo, cada momento la regaré; la guardaré de noche y de día, para que nadie la dañe” (Isaías 27:2-3).

Los dos derramamientos en Zacarías y Joel son la primera (temprana) y la postrera (tardía) lluvia: “Si obedeciereis cuidadosamente a mis mandamientos que yo os prescribo hoy, amando a Jehová vuestro Dios, y sirviéndole con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma, yo daré la lluvia de vuestra tierra a su tiempo, la temprana y la tardía; y recogerás tu grano, tu vino y tu aceite” (Deuteronomio 11:13 -14).

La obra del Espíritu siempre se centra en la cosecha de almas preciosas. A través de las generaciones, el deseo de Dios es redimirnos a él, a tantos como vengan.