El Cuarto Tabernáculo

En la escritura, la palabra Tabernáculo habla de un lugar donde Dios habita. Es su hogar en la tierra en donde su gloriosa presencia perdura. Durante siglos, Dios ha visitado a su pueblo y les ha revelado su presencia, pero no ha tenido un tabernáculo donde su presencia perdure en la tierra.

Noé escuchó la voz de Dios, pero el Señor no habitó diariamente con él. Abraham pasó sus días buscando la ciudad cuyo constructor y arquitecto es Dios. Jacobo fue visitado por Dios, pero solo ocasionalmente. Él no pudo palpar la presencia de Dios permanentemente todos los días.

El primer tabernáculo que sirvió como un lugar permanente para la presencia de Dios fue construido por Moisés.  Fue diseñado por Dios mismo. El Señor declaró, “Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos….Y de allí me declararé a ti, y hablaré contigo de sobre el propiciatorio, de entre los dos querubines que están sobre el arca del testimonio, todo lo que yo te mandare para los hijos de Israel” (Éxodo 25.8, 22).

La estructura, conocida como el tabernáculo del desierto, sirvió como morada de Dios antes que Israel llegara a Canaán. Su grandiosa presencia de manifestó allí diariamente, por medio de una nube durante el día y un pilar de fuego durante la noche. El tabernáculo ilustraba un sermón: Desde lo más santo, hasta el altar, al candelero, todo reflejaba un aspecto de la venida de Cristo: su poder, su autoridad y su sacrificio.

El tabernáculo del desierto duro 480 años antes de dejar de usarse. Después se levantó un segundo tabernáculo, completado bajo la autoridad de Salomón, quien siguió por fe la visión dada a su padre, David. Este tabernáculo llegó a ser muy reconocido en todo el mundo por su majestuosidad y grandeza, sin embargo lo que lo volvía tan glorioso era la manifestación de la presencia de Dios: “Y cuando los sacerdotes salieron del santuario, la nube llenó la casa de Jehová“ (1Reyes 8.10).

Cada Israelita sabía que la presencia de Dios permanecía ahí. Además, donde estuviere un Israelita alrededor del mundo, el oraba hacia el templo de Jerusalén porque sabía que ese era el lugar donde la presencia de Dios estaba. Pero, así como el tabernáculo del desierto, este segundo templo también tuvo un final después de existir aproximadamente 500 años.

El tercer tabernáculo fue el mismo Jesucristo. Cuando el hijo de Dios se encarnó, él mismo  fue el lugar para la plenitud de la presencia del Padre en la tierra. “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad,” Colosenses 2.9 “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros ...” Juan 1.14. La palabra “plenitud” en el antiguo Griego aquí significa, literalmente, “Tabernáculo”. En breve, Jesús tabernáculo entre nosotros.

En la cruz, Cristo levantó el cuarto tabernáculo.

El cuarto tabernáculo es la iglesia de Jesucristo – su cuerpo completo, que consta de toda la gente alrededor del mundo cuyos cuerpos son su templo: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?” (1Corintios 6.19).

Con los primeros tres tabernáculos, habían ciertos aspectos limitados. El tabernáculo del desierto estaba limitado a un lugar único, donde Israel estuviera acampando. Lo mismo fue también con el templo construido por Salomón; el cual estaba situado en Jerusalén. También Jesús, el tercer tabernáculo, fue confinado a un específico lugar; para estar con él tú debías viajar a Israel. Ahora, conforme se acercaba la hora de crucifixión, Cristo anticipó el cuarto Tabernáculo – uno en el que todos quienes creyeran en él podrían ser llevados a ese lugar: en él mismo.

Vemos una muestra del gozo de Jesús sobre esto cuando se encontró con la mujer Samaritana en el pozo. Ella le dijo: “Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.” Juan 4.20. “Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre….Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:21, 23-24).

Jesús estaba profetizando del cuarto tabernáculo, el cual todos los profetas desearon ver. Era el templo en el que Abraham se regocijó, el cual Moisés anticipó. Ellos lo visualizaron, pero nunca pudieron disfrutarlo, pues ellos no fueron capaces de entrar en la llenura de su gloria. Pablo escribe:

“y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades.  Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca;… edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.” (Efesios 2.16-17, 20-22).

Jesús nos dice, “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Juan 14.23). La palabra “morada” aquí significa residencia, lugar de plenitud. Que asombrosa verdad: Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo han hecho de nosotros su hogar! Pablo habla de esto: “Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos” (2 Corintios 5:1). 

Nuestras “vasos de barro” guardan un gran tesoro. De hecho, el cuerpo terrenal de cada creyente le pertenece a Jesús. Hebreos lo confirma: “pero Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza” (Hebreos 3.6). No importa cuán frágiles o sin valor podamos sentirnos para creer que somos el templo de Dios. El escritor lo establece claramente, “Somos su morada u hogar, si retenemos firme la esperanza hasta el final.”

Todos nosotros iniciamos con la naturaleza de Adán.

El día en que nacimos, Satanás reclamó nuestros cuerpos. Nosotros salimos del vientre con tendencias de egoísmo, ambición, orgullo y placeres. En breve, el llamado del diablo saltó en nosotros, trayendo estas cosas. El vino y se quedó a residir, día a día y nuestros pecados se volvieron una enorme deuda.

Después vino la Cruz, en la cual Cristo compró el título de propiedad de nuestra casa. Su sangre en el Calvario pagó todas nuestras deudas, el precio completo de nuestra redención, y el tiene el derecho legal de sacar a Satanás de nuestra casa para nunca más volver.

Todo esto me recuerda a un hombre que conocí. El era un ejecutivo bien pagado y vivía en una hermosa y millonaria casa. Le hablé de Cristo a este hombre, pero después de un tiempo él se volvió alcohólico y eventualmente perdió su trabajo. Después de eso, perdió a su esposa, su carrera y su dignidad. En su mente, lo único que le quedaba era su casa. El la diseño y construyó, jurando que jamás la dejaría. Así que ahora él se quedaba todo el día en ella alcalizándose. Pero el no pudo seguir pagando la deuda y eventualmente la perdió. Alguien más compró la casa y pago toda la deuda a la compañía constructora. Un nuevo dueño había llegado, el trato estaba cerrado y registrado ante las autoridades.

Pero el hombre alcohólico se negó a salir. Se dijo a sí mismo, “No me importa lo que digan las leyes. Esta es todavía mi casa, y no me voy a ir” Pero la ley eventualmente lo forzó a salir. La autoridad vino y lo sacó a la fuerza. Tan pronto como el hombre salió, el nuevo dueño renovó el lugar y se mudó con su familia a la casa.

Por varios días, el dueño anterior pasaba en su automóvil por la casa, gritando, “Es mi casa, aun es mi casa” Pero el ya no era legalmente el dueño. Después el nuevo dueño obtuvo una orden de restricción para mantener al antiguo dueño lejos de la casa.

¿Puedes ver el paralelo? Tu ya fuiste comprado por la sangre de Cristo. Así que tu cuerpo es legalmente de él, el hogar de su Espíritu, y todas sus deudas de pecado han sido retiradas de ti. El dueño anterior, el Diablo, ha sido forzado a salir y no puede regresar porque el nombre de Cristo está escrito en ti. El Señor tiene el título de propiedad, y ha sido registrado ante la autoridad máxima.

Es cierto que el diablo nunca renunciará a la casa, pero nosotros tenemos que llamar a la autoridad para que sea alejado. Puede que quizás grite, “Yo amueblé esta casa. Yo gasté todos estos años decorándola. Todo aquí refleja mi gusto, mi manera, mi estilo. Todo es mío todavía”. Pero la autoridad de Dios, el Espíritu Santo, ha tomado al diablo y lo ha detenido: “y despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz” (Colosenses 2.15). Puede ser que veas al diablo pasearse de un lado a otro delante de la casa, gritando que tu aún eres suyo. Pero la ley jamás dejará que vuelva a entrar.

“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1Corintios 6. 19 – 20).

No importa que tan abatido o arruinado te sientas como lugar donde Dios habite. Él lo declaró, “Tu eres mi hogar. Yo habito en ti.” Y el Espíritu Santo es su reparador, reconstructor. El continuamente está trabajando en la casa. El diablo puede mentirte todo lo que quiera; tu aún eres el hogar de Dios, su morada: “Cristo...sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza.” (Hebreos 3.6).

En el Castillo Windsor en Inglaterra, una bandera ondea en el techo cada vez que la reina está en la residencia. Lo mismo sucede en el hogar de nuestro Rey. Isaías lo describe de la siguiente manera: “temerán desde el occidente el nombre de Jehová, y desde el nacimiento del sol su gloria; porque vendrá el enemigo como río, mas el Espíritu de Jehová levantará bandera contra él.” (Isaías 59.19). La bandera de Dios ondea continuamente en nosotros para mostrar que le pertenecemos. Esto es una declaración de su presencia en nosotros y también alerta al enemigo.

Mi bien amado, nosotros no fuimos llamados a vivir temiendo a Satanás. En vez de eso, fuimos llamados a regocijarnos en el Señor, caminando en confianza y alegría. Dios ha quitado los juicios en nuestra contra y ha puesto su estandarte sobre nosotros declarando; “El Rey está en casa. El habita aquí.”